lunes, 11 de marzo de 2013

DE TEXTO EN TEXTO POR EL DIA DEL LIBRO

El taller de escritura que imparte Toni Tello, nos ha permitido conocer a escritores que nos han inspirado con sus textos. Con motivo del próximo 23 de abril os queremos hacer llegar estos relatos que como este de "Una estrella colgada del techo", nos permiten acordarnos con nostalgia de la infancia..


      

UNA ESTRELLA COLGADA DEL TECHO



                   La papelería que estaba debajo de mi casa, en la acera del bloque de viviendas en que vivía, se llamaba Pinocho. Hoy ya no existe. Después de ver en el cine La guerra de las galaxias compré ahí un par de cartulinas grandes y negras porque me propuse hacer una reproducción de la Estrella de la Muerte, la nave espacial en que vivía Darth Vader. Realmente más que una nave espacial venía a ser una especie de planeta artificial, con su forma esférica y sus luces y sus sombras. Era una nave en la que podía haber días y noches. Emitía, a la vez, una luz propia, que se dejaba ver a través de sus vanos. Desde que dejé la adolescencia no he vuelto a ser seguidor de aquella saga, pero entonces fui de los que se quedó deslumbrado por aquellos combates estelares, y con mi amigo Carlos Lera dábamos vueltas a la idea de fabricar reproducciones de naves espaciales y rodar un cortometraje de ciencia ficción con ellas. Habría que colgar de hilo de pescar las nuevas naves y, apagadas las luces de la habitación, conseguir efectos veraces. Carlos y yo hablamos mucho de ello durante varias semanas, pero al final apenas llevamos nada a la práctica. Por mi parte llegué a acabar mi versión de la Estrella de la Muerte, que hasta que fui a la universidad se quedó acumulando polvo encima de un armario. El caso es que aquella nave de cartulina pudo haber sido ciertamente para mí la de la Muerte, porque me electrocuté una de las veces en que traté de encenderla. Entró mi madre en mi habitación y me encontró asustado, con la quemadura en los dedos que dejó mi breve e intenso viaje intergaláctico, por así llamarlo.

                   Como no sabía hacer una esfera con cartulina, hice un poliedro que la emulase. Con una aguja de mi madre fui después haciendo filas de perforaciones, de modo que cuando la luz de una bombilla se encendiese en el interior, pareciese una verdadera ciudad flotante. Utilicé diferentes tonos de papel de celofán como filtros interiores de la luz. Una vez terminada, la colgué de la lámpara de araña de mi habitación, bajé la persiana para que la oscuridad fuese completa e introduje los cables en el enchufe. ¡Me pareció que no había quedado nada mal! No sé si Carlos la llegó a ver, pero sí me acuerdo de que a mi amigo Juan Manuel Martínez, una de las veces en que vino a casa, también le produjo una gran impresión.

                   Lo cierto es que la ciencia ficción permitía evadirse a la velocidad de la luz de la realidad en que entonces vivíamos. En la ciencia ficción no existían los domingos. A oscuras, con la persiana y la puerta cerradas, aquel astro artificial era lo único verdadero y visible, y mientras permanecía tumbado en el suelo con la vista puesta en sus destellos era como estar pilotando una nave a su alrededor. No importaba, realmente, que en la ficción fuese la morada del hombre que encarnaba el mal, porque, de algún modo, a nuestros ojos de entonces lo que nos rodeaba era peor. Quizá a los norteamericanos la ciencia ficción les permitiese viajar a otros universos, pero se puede decir que a nosotros adonde nos llevaba era a Norteamérica. Encender la luz del interruptor era regresar a la colcha de ganchillo que había tejido mi abuela en el pueblo y a la moldura postiza de un armario comprado en la tienda de muebles de nuestra pequeña ciudad.

                   Después de que recibiese la sacudida eléctrica por manejar los cables en la oscuridad, mi Estrella de la Muerte fue a parar, como ya he dicho, a lo alto de un armario. Ahí acabó aplastada por los libros viejos de texto y otros juegos que dejé de usar, como mi microscopio. Sin duda, fue ese microscopio el aparato al que más tiempo dediqué en esos años. Sobre el armario, pues, quedaban en síntesis las dos dimensiones de una huida propia de aquella edad: la de lo microscópico y la de los espacios estelares. Era como si la escala real de las cosas no pudiese tener interés alguno. En casa de Carlos compraban tartas los domingos, después de misa. Pasó mucho tiempo hasta que él y yo dejásemos de concebir cascos de escafandras con las cajas articuladas donde venían envueltas.

                   Me fui pronto de la casa de mis padres. Desde entonces vivo, por así decirlo, en la Estrella de la Muerte, donde procuro que mi corazón no se cierre a las fuerzas del bien.



 ISMAEL GRASA




Ismael Grasa;  Estudió Filosofía en Pamplona y en Madrid. Vive en Zaragoza. Ha publicado los libros De Madrid al cielo (Premio Tigre Juan), Días en China, Sicilia, Nueva California y Trescientos días de sol. Fue profesor de español en China. Aparece como actor invitado en las películas de David Trueba: Obra maestra, donde interpreta a un guardia de seguridad, y Bienvenido a casa, donde interpreta a un padre en las sesiones de preparación al parto de su mujer. Actualmente es profesor en el colegio Liceo Europa de Zaragoza. El 31 de octubre de 2007 se le concedió el premio Ojo crítico de Narrativa por su obra 'Trescientos días de sol'.

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