El taller de escritura que imparte Toni Tello, nos ha
permitido conocer a escritores que nos han inspirado con sus textos. Con motivo
del próximo 23 de abril os queremos hacer llegar estos relatos que como este de
"Una estrella colgada del techo", nos permiten acordarnos con
nostalgia de la infancia..
UNA ESTRELLA
COLGADA DEL TECHO
La papelería que estaba debajo de mi casa, en la
acera del bloque de viviendas en que vivía, se llamaba Pinocho. Hoy ya no
existe. Después de ver en el cine La guerra de las galaxias compré ahí un par
de cartulinas grandes y negras porque me propuse hacer una reproducción de la
Estrella de la Muerte, la nave espacial en que vivía Darth Vader. Realmente más
que una nave espacial venía a ser una especie de planeta artificial, con su
forma esférica y sus luces y sus sombras. Era una nave en la que podía haber
días y noches. Emitía, a la vez, una luz propia, que se dejaba ver a través de
sus vanos. Desde que dejé la adolescencia no he vuelto a ser seguidor de
aquella saga, pero entonces fui de los que se quedó deslumbrado por aquellos
combates estelares, y con mi amigo Carlos Lera dábamos vueltas a la idea de
fabricar reproducciones de naves espaciales y rodar un cortometraje de ciencia
ficción con ellas. Habría que colgar de hilo de pescar las nuevas naves y,
apagadas las luces de la habitación, conseguir efectos veraces. Carlos y yo
hablamos mucho de ello durante varias semanas, pero al final apenas llevamos
nada a la práctica. Por mi parte llegué a acabar mi versión de la Estrella de
la Muerte, que hasta que fui a la universidad se quedó acumulando polvo encima
de un armario. El caso es que aquella nave de cartulina pudo haber sido
ciertamente para mí la de la Muerte, porque me electrocuté una de las veces en
que traté de encenderla. Entró mi madre en mi habitación y me encontró
asustado, con la quemadura en los dedos que dejó mi breve e intenso viaje
intergaláctico, por así llamarlo.
Como no sabía hacer una esfera con cartulina,
hice un poliedro que la emulase. Con una aguja de mi madre fui después haciendo
filas de perforaciones, de modo que cuando la luz de una bombilla se encendiese
en el interior, pareciese una verdadera ciudad flotante. Utilicé diferentes
tonos de papel de celofán como filtros interiores de la luz. Una vez terminada,
la colgué de la lámpara de araña de mi habitación, bajé la persiana para que la
oscuridad fuese completa e introduje los cables en el enchufe. ¡Me pareció que
no había quedado nada mal! No sé si Carlos la llegó a ver, pero sí me acuerdo
de que a mi amigo Juan Manuel Martínez, una de las veces en que vino a casa,
también le produjo una gran impresión.
Lo cierto es que la ciencia ficción permitía evadirse a la velocidad de
la luz de la realidad en que entonces vivíamos. En la ciencia ficción no
existían los domingos. A oscuras, con la persiana y la puerta cerradas, aquel
astro artificial era lo único verdadero y visible, y mientras permanecía
tumbado en el suelo con la vista puesta en sus destellos era como estar
pilotando una nave a su alrededor. No importaba, realmente, que en la ficción
fuese la morada del hombre que encarnaba el mal, porque, de algún modo, a
nuestros ojos de entonces lo que nos rodeaba era peor. Quizá a los
norteamericanos la ciencia ficción les permitiese viajar a otros universos,
pero se puede decir que a nosotros adonde nos llevaba era a Norteamérica.
Encender la luz del interruptor era regresar a la colcha de ganchillo que había
tejido mi abuela en el pueblo y a la moldura postiza de un armario comprado en
la tienda de muebles de nuestra pequeña ciudad.
Después de que recibiese la sacudida eléctrica
por manejar los cables en la oscuridad, mi Estrella de la Muerte fue a parar,
como ya he dicho, a lo alto de un armario. Ahí acabó aplastada por los libros
viejos de texto y otros juegos que dejé de usar, como mi microscopio. Sin duda,
fue ese microscopio el aparato al que más tiempo dediqué en esos años. Sobre el
armario, pues, quedaban en síntesis las dos dimensiones de una huida propia de
aquella edad: la de lo microscópico y la de los espacios estelares. Era como si
la escala real de las cosas no pudiese tener interés alguno. En casa de Carlos
compraban tartas los domingos, después de misa. Pasó mucho tiempo hasta que él
y yo dejásemos de concebir cascos de escafandras con las cajas articuladas
donde venían envueltas.
Me fui pronto de la casa de mis padres. Desde
entonces vivo, por así decirlo, en la Estrella de la Muerte, donde procuro que
mi corazón no se cierre a las fuerzas del bien.
ISMAEL GRASA
No hay comentarios:
Publicar un comentario